Yo, amo, dueño
y señor de mis dominios, anima libera por
excelencia, amante impávido de la soledad más absoluta, solía creer que mi vida
era perfecta. Ay, iluso de mí… Vivía despreocupado, tomando largos y
placenteros baños de sol tumbado en la terraza. Pasaba mi tiempo libre
contemplando las cosas que me rodeaban, tenía siervos que se ocupaban de mí y
se encargaban de que ni un solo día faltase comida en mi plato o atenciones que
me complacieran. Yo, a cambio, fingía
escucharlos, rebajarme a su nivel, regalarles algún que otro roce placentero.
Me encantaba encandilarlos con mis habilidades de chamán amateur, me hacía
sentir poderoso. Todo el mundo me respetaba, todo el mundo me obedecía. Había conseguido
imponer, con el paso de los años, una serie de normas no escritas que se
cumplían sin cuestionamientos ni dilación. Tenía todas mis necesidades cubiertas,
tenía la soledad que deseaba. Yo, y nadie más que yo, decidía sobre mi vida y
el destino y funciones de los demás. Era, hasta la fecha, el verdadero puto amo de mi hogar.