Martina pasaba horas enteras en el patio trasero
de casa, sentada en el columpio de madera que pendía de una inmensa rama del robusto
árbol que lo presidía, sola, seria, pensando.
Retrasaba deliberadamente la hora de entrar y, cuando se decidía por
fin, lo hacía siempre siguiendo un ritual que para ella significaba mucho más
de lo que su madre podría imaginar: se acercaba a la verja que lindaba con el
caserón deshabitado, sacaba la manita entre los hierros, como queriendo
tenderla a alguien; susurraba la misma cancioncilla una y otra vez, esperaba y
se marchaba. Pero no se marchaba de una manera cualquiera, no. Daba tres pasos
de espaldas, despacito, saltaba sobre la primera de las baldosas del jardín y
se encaminaba a la casa pisando sólo las de color amarillento. Antes de entrar,
miraba hacia atrás y repetía: “una aguja
y un dedal, da media vuelta y lo encontrarás…”