Solía gustarme humillarte.
Disfrutaba como un niño cuando te ataba a aquella silla oxidada del sótano, te
amordazaba y quemaba tus pestañas. El fuerte olor a pelo quemado me excitaba en
exceso y reconozco que a veces hasta me asustaba. Pero yo siempre quería más.
Tú, como animal de costumbre que eres, solías resistirte al principio, hasta
que un día comprendiste que aquello nunca iba a parar.