Martina pasaba horas enteras en el patio trasero
de casa, sentada en el columpio de madera que pendía de una inmensa rama del robusto
árbol que lo presidía, sola, seria, pensando.
Retrasaba deliberadamente la hora de entrar y, cuando se decidía por
fin, lo hacía siempre siguiendo un ritual que para ella significaba mucho más
de lo que su madre podría imaginar: se acercaba a la verja que lindaba con el
caserón deshabitado, sacaba la manita entre los hierros, como queriendo
tenderla a alguien; susurraba la misma cancioncilla una y otra vez, esperaba y
se marchaba. Pero no se marchaba de una manera cualquiera, no. Daba tres pasos
de espaldas, despacito, saltaba sobre la primera de las baldosas del jardín y
se encaminaba a la casa pisando sólo las de color amarillento. Antes de entrar,
miraba hacia atrás y repetía: “una aguja
y un dedal, da media vuelta y lo encontrarás…”
Martina tenía sólo 8 años y hacía relativamente
poco tiempo que había comenzado a postergar sus entradas a la casa, justo dos
semanas antes del accidente. Pero nadie lo había notado. —De hecho, solamente
lo sabemos tú y yo. Lo siento, ahora eres cómplice de este secreto—. Su madre,
una mujer joven de treinta y pocos, pasaba la mayor parte del tiempo sentada
frente al ordenador, en su despacho, trabajando en un proyecto nuevo gracias al
cual sus vidas cambiarían para siempre, repetía sin cesar. No tenía tiempo para
nada más y había, prácticamente, olvidado que Martina seguía siendo una niña pequeña
que pasaba demasiadas horas sola, sentada en aquel jardín. Olvidaba a veces,
incluso, que tenía una hija, si analizamos bien la situación.
El tiempo había pasado, mamá ya no recordaba el
accidente… Parte de la culpa la tenían los antidepresivos que tomaba desde hacía
apenas un mes. Justo después de que todo ocurriera. —No te alarmes. Recuerda:
la realidad supera muchas veces a la ficción—. Estos conseguían dejarla en un
estado constante de conciencia ausente y felicidad espontánea. Aunque también
le daban mucho sueño, que combatía con la teína que su bebida indispensable le
proporcionaba, el té verde. Para ella, todo iba sobre ruedas. Para ella. —En su
realidad, recuerda—.
Empezó a observar la conducta cambiante de Martina
casi por casualidad una tarde cuando bajó a por un poco de ese líquido verdoso a
la cocina. La ventana daba justo al columpio. Y la vio. Llevaba en la misma
posición desde que, suponía, había llegado del colegio hacía un par de horas.
—
Martina, cariño, entra en casa —, le
gritó desde la ventana. — Hace frío –.
—
No —, dijo.
–
¿Por qué no? —, preguntó mamá sin
darle apenas importancia.
—
Porque no puedo —, respondió.
—
¿Cómo que no puedes?, ¿Por qué no
puedes? —.
—
Porque no es la hora todavía. Él no me
deja —.
—
Vamos, Martina. Deja de hacer el tonto
y entra en casa —, concluyó. Y, sin más, volvió a su quehacer.
Martina respondía de manera casi automática a las
preguntas de mamá, sin levantar apenas la vista del suelo y con un hilito de
voz casi inaudible. Días más tarde, volvió a observar a la nena en la misma
posición, en el mismo sitio… Dando las mismas respuestas. Pero seguía ocupada y
pospuso preocuparse para más adelante, cuando hubiera acabado el dichoso
proyecto. “Será cosa de niños…”, se
tranquilizó. —Ambos sabemos, no es ningún misterio, que hoy día la mayor parte
de los padres anteponen su trabajo a sus hijos. Así que no la juzgues. Ella, te
lo garantizo, hace lo que puede. Yo lo sé. Ya tiene bastantes problemas y no,
no la estoy defendiendo—.
Pero ese “más adelante” no llegó. Martina había
desaparecido. Desapareció de repente.
Como de costumbre, mamá había olvidado que la nena
llegaba a casa a mediodía para comer. El bus del cole la dejaba en la acera de
enfrente. Ella sólo tenía que cruzar.
“¡Vaya! ¿Ya es mediodía?”, se preguntaba a sí
misma cuando despertaba de su letargo tras un fuerte crujido de tripas y
corroborar en su reloj de pulsera lo tarde que se le había vuelto a hacer. Por
suerte, la nena se había acostumbrado a eso y siempre acababa buscándose la
vida. Aquel día mamá bajó, se hizo un sándwich y volvió a su despacho. Horas más
tarde, como siempre, bajó a por el té, miró por la ventana... “¿Y Martina?”, se
preguntó. Dejó el té sobre la encimera y salió. Fuera hacía frío. Muchísimo
frío. Empezaba a preguntarse cómo era posible que su hija hubiera podido
aguantar tantas horas allí sentada, mirando la nada, con el frío que hacía.
Sobre el columpio, había un sobre rectangular al que acompañaba una cajita
dorada. “Ábreme”, rezaba. Dentro
había una nota escrita con la caligrafía propia de un niño que está aprendiendo
a escribir y, en la caja, un juego de cuatro naipes. “Mi nena y sus juegos…”, sentenció.
Despreocupada, entró en casa y dejó sobre la mesa
la caja y el sobre. No tenía tiempo para eso. Su proyecto apremiaba y era mucho
más importante. Ya retomaría el juego más tarde, cuando Martina se aburriera de
estar escondida.
Llegó la hora de la cena y Martina aún no había
entrado en casa. Algo parecido a un pálpito le hizo bajar corriendo a por la
carta y la caja.
Ya con ambos en las manos, pensativa, se sentó en
el sofá y leyó la nota:
“Martina
caminó por la tela de la araña hasta que ésta despertó”,
ponía.
Confusa, abrió también la cajita y cogió los
naipes. Cada uno de ellos tenía escrita por detrás una palabra, a cuál más
aterradora: oscuridad, vacío, tortura, dolor.
Al reverso del manuscrito, unas instrucciones: “Siga el camino de baldosas amarillentas.
Cuando llegue al cobertizo, lea el primero de los naipes en voz alta. Ya le
dirán qué hacer con los demás”. “No sé por qué dejaré que lea esos libros…”,
se preguntaba mamá. Hacía un par de meses, Martina se había interesado por uno de
la estantería que tenía en su despacho. Las tapas eran azul metálico y portaba
una inscripción dorada que casi llegaba a hipnotizar. “LUNAS”, ponía.
Aquel libro no era más que una mala mezcla resultante
de diferentes libros de cuentos maltrechamente adaptados a la inocencia más
pura de la humanidad. Pensó, entonces, que no le haría mal a nadie que lo
leyera; al fin y al cabo, no era más que una antología de cuentos de imposible
fantasía. Martina pasaba horas pegada a
ese libro y se había habituado a sacar de él pequeños fragmentos que convertía
en “divertidos juegos” para pasar el rato. Había llegado incluso a comentar a
mamá que “al hombre que vive en la casa oscura le gustan mucho mis pasatiempos”…
Pero hacía mucho, semanas, quizá, que el libro estaba abandonado en el suelo de
su cuarto, algo en lo que mamá no había reparado. La letra de la carta también
era ligeramente diferente a la de Martina, algo en lo que hasta ahora no había
reparado. Aquello la asustó pero se sentía confusa…¿Qué sentido tenía todo
aquello?
“Estupendo… Una nueva forma de jugar al
escondite”, protestó mamá. Demasiado ocupada con sus asuntos como para poner
ganas al “juego” de su hija, salió al jardín. Llegó al cobertizo y leyó el
primero de los naipes: Oscuridad. Esperó… pero no pasó nada. Volvió a leerlo:
Oscuridad. Nada.
—
Martina, hace frío y estoy cansada.
¡Sal ya! —. No hubo respuesta. Resopló enfadada y se fue a casa. “Ya vendrá”,
pensó.
Pero no volvió. Ni lo haría nunca, aunque mamá,
desesperada, decidiera volver a jugar al escondite de Martina una y otra vez, y
repitiera el ritual de la carta arrugada y los naipes (con cada uno de ellos)
que había guardado bajo su almohada durante todo aquel tiempo. Mucho tiempo. No
era capaz de decir cuánto.
Nunca pasaba nada. No había nadie en el cobertizo,
lo había comprobado muchas veces. Algo iba mal.
Enfadada y con ganas de rebobinar el tiempo hasta
ese preciso momento en que pensó que aquello no era más que un juego de niños,
entraba en casa a gritar y llorar desconsolada. Eso le ayudaba. A decir verdad, desde que Martina había
desaparecido en su realidad, lo hacía casi constantemente, cada día desde que
se había cumplido una semana de la desaparición, justo un mes después del accidente.
Justo el tiempo en el que Martina había
comenzado a postergar sus entradas a la casa, justo desde que encontraran el
cuerpito de la nena en el cobertizo, sin vida. Justo desde que habían detenido
al hombre que vivía en la casa oscura… De repente todo volvió: el dolor, las
sirenas de la ambulancia, los coches patrulla en la calle, la casa llena de
gente: policías que hacían su trabajo y vecinos que no buscaban más que husmear.
Ese olor a tierra mojada, a sangre…Aquella bolsa de plástico con cremallera, el
señor esposado… Todo volvió. —Entonces, nadie vio nada. Pero yo lo vi todo. Vi
cómo el señor de la casa oscura invitaba a Martina a jugar a dentro. Vi cómo la
nena cruzaba la valla. Vi lo que el señor de la casa oscura le hacía a Martina,
lo vi dejar su cuerpo en el cobertizo, cómo
a duras penas escribía la carta y fabricaba los naipes, vi cómo mamá la
buscaba. ¿Quién crees si no que había puesto la caja y la carta sobre el
columpio? Yo, fui yo—.
Y como si se tratase de un sueño, en el silencio,
la olió. Sí, era el cálido olor de la nena. De pronto, la vocecita de la niña
inundó la estancia con una canción: “una
aguja y un dedal, da media vuelta y lo encontrarás”…
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