miércoles, 16 de septiembre de 2015

CASTIGO

 
 
Lo até a aquel poste, al sol.
Soy una chica más bien menuda, así que me costó cargarlo. Pero el simple hecho de cobrarme por fin mi venganza me hizo ser lo suficientemente fuerte como para seguir adelante con aquello.
Le costaba respirar. Podía verlo luchar contra su asfixia. Allí abajo, en mitad de la llanura, atado como un perro, agonizante, no era más que un puntito diminuto flotando en la nada. No parecía el mismo que sólo unos años antes había acabado a jirones con mi vida.
Pensé durante muchos días qué hacer con él. Se me ocurrieron todo tipo de atrocidades, desde abrirlo vivo en canal y dejarlo allí esperando a que los pájaros le comieran las tripas, pasando por amputarle los pies, las manos y soltarlo a su suerte... Incluso hasta llegué a pensar en rociarlo con gasolina y prenderlo vivo. Pero ninguno de aquellos pensamientos hacía que yo me sintiera mejor ni más realizada.
Durante días enteros me senté delante de él, serena, a mirar cómo se deshidrataba despacito. Mientras, pensaba en una buena venganza para mí.
Quería que sufriera. Que me suplicara que le dejase morir. Quería ser con él el peor ser humano vivo de la historia sobre la tierra...

Entonces, se me ocurrió: le daría de comer a sí mismo de su propia carne.
El primer día, cargué con un pesado infernillo, una sartén vieja, un cuchillo de cocina, de esos de despedazar pollos, un cuenco de plástico duro y un par de cubiertos, cuchillo y tenedor. Una placa de metal, unas pinzas de barbacoa, trapos, aceite, sal y agua.
Cuando llegué hasta él, todavía no tenía claro del todo por qué zona comenzaría. Había pensado en las piernas. Pero todavía no estaba segura de su debilidad. El cuerpo humano, en situaciones extremas, puede llegar a sorprendernos, y no quería acabar con una coz. Luego, se me ocurrió comenzar por los brazos. Los tenía atados, así que no sería tan complicado como cortar en su pierna. Pero, tras largo rato mirándole, escuchando de fondo "Nena, por favor, ¡perdóname! ", decidí empezar por sus carrillos... Igual así se callaba.
No dije nada. Sencillamente preparé el fuego, metí la placa en la sartén, me arrodillé, fijé su cabeza al poste, tomé un pellizco de su carne... y corté. Confieso que no fue nada sencillo. La piel es uno de los materiales más duros al corte que hay. El vello facial lo complicaba aún más. Además, a pesar de tener la cabeza casi inmovilizada, no paraba de retorcer el cuerpo intentando liberarse. Me estaba poniendo de los nervios. ¿Solución?: me levanté despacio de su lado, escuchando sus sollozos de fondo como intento de chantaje emocional inútil, con las manos manchadas de sangre, cogí impulso con mi pierna derecha y le pateé con fuerza la cara. La primera vez, no sé si por el susto o la incredulidad, se quedó callado de golpe. Pero seguía consciente, así que repetí. Tripití. Y, por fin, desfalleció.

Lo miré largo rato. Suspiré profundamente, aliviada. Y seguí. Descarté la idea finalmente de comenzar por los carrillos pues, si me deshacía de esa carne, esos músculos, no podría masticar y necesitaba que se comiese su propio cuerpo. Aproveché pues para ensañarme con su pecho. Me senté a horcajadas en su regazo, desabroché con cariño su camisa como tantísimas veces lo había hecho cuando estaba con él, la abrí acariciando aquella piel que tantas veces besé. Verlo ahí ahora, sangrando delante de mí, en mis manos, indefenso, me otorgaba poder y cierta tristeza. Pegué mi cabeza a su pecho empapado en sudor. Podía oír sus latidos. No lo pensé más: clavé el cuchillo de punta afilada bajo su pectoral derecho, en paralelo a su cuerpo, por el lado izquierdo. Lo hundí en su carne y, con calma, corté un filete. Saqué la placa con las pinzas y cautericé con ella la herida. Le eché sal. Debía seguir vivo hasta el final. El gran final. Dejé el filete en el cuenco y caminé por su piel con mis dedos, buscando un nuevo trozo que cortar… Acaricié sus trapecios. Paré ahí el viaje. Apreté, palpé, cogí un pellizco y clavé en el derecho el cuchillo. Sangraba, sí. Lo suficiente para poder continuar sin preocuparme. Tomé ese trozo, lo dejé también en el cuenco, cautericé de nuevo y volví a ponerle sal.
 
En ese momento comenzaba a retomar la consciencia, así que me quedé ahí sentada, acariciando su pelo, esperando a ver su reacción. Cuando abrió por fin del todo los ojos y vio en el cuenco su carne, mis manos y mi cuerpo manchados de sangre, comenzó a gritar aterrado. “Nena, para, por favor. Para, por favor…”, alcanzó a sollozar. Pero ya era tarde. No tenía intenciones ningunas de parar ahora mi plan. Disfrutaba. Quería más. Así que, sentada aún ahí, abrí la bragueta de su pantalón, se lo quité sin piedad alguna y lo lancé lejos. Tenía preparado un buen final. Le abrí las piernas. Temblaba, aún no sé si por el dolor o por el miedo, o por todo a la vez. No me importaba. Agarré su pene, aquel con el que tantas veces me había hecho volar de placer, haciendo oídos sordos a sus gritos de terror y sus súplicas. Sabía que ahí podría arriesgarme a hacerlo desangrar. Pero no me importaba, era el momento.  Cauterizaría de nuevo y remataría mi tortura. Lo miré a los ojos… y corté. Su alarido de dolor me erizó la piel.
Respiraba entrecortadamente, tenía el pulso muy acelerado. Disfrutaba. Cautericé, puse sal y me levanté. Él lloraba. Yo lo miraba desde arriba, con sus trozos en mis manos, y no me importaba. Ya no me dolía.
Preparé con sosiego los trozos, los hice más pequeños y, a la fuerza, se los di de comer.

 

4 comentarios:

  1. ¡Enhorabuena de nuevo! Gran arranque de blog. Esto promete...

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  2. Sin duda un gran relato para una peli de miedo de las que nunca se olvidan y te hacen mirar debajo de la cama a comprobar si hay alguien...Felicidades.

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    1. Muchísimas gracias, Natacha. He de confesar que yo también me subestimo a mí misma cuando empiezo a escribir uno de mis relatos y acabo viendo cosas donde no las hay... es divertido jaja

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