miércoles, 23 de septiembre de 2015

EL CHEF AGUIRRE


Seleccionaba meticulosamente a sus víctimas de entre los clientes que asiduamente acudían a su restaurante a cenar, atraídos por lo exótico y especial de la comida que “creaba”. 
No tenía un patrón establecido sobre el tipo de víctima que utilizaba para elaborar sus exitosos platos: los observaba desde la cocina con mucha atención hasta que se producía la magia. Sencillamente, sucedía algo en esa persona mientras cenaba que hacía que el magnífico chef Aguirre se enamorase perdidamente del cliente. Podía ser un gesto, una forma de adornar su pelo, una mirada o cómo se retocase el nudo de la corbata. Daba igual su sexo, raza o condición social, iba a por él sin escrúpulos.
Pero esto no era lo mejor. Lo mejor de todo era que el chef había comenzado a utilizar la carne humana en sus comidas por puro azar, cuando Carol, su pinche, perdió un dedo en la máquina de hacer masa. Ella, desde entonces, lo seguía buscando. Él jamás confesó que lo encontró y lo añadió a la mezcla por pura pereza de volver a empezar, un sencillo gesto que  hizo que su fama, desde aquellos panes infectados, fuera en aumento. Era el rey y nadie le desbancaría de su trono jamás.
Decían que su plato estrella era el salmorejo, traído desde las lejanas tierras andaluzas que le vieron crecer. Pero, como para todo desde el incidente con el dedo de aquella chica, el ingrediente secreto no dejaba de ser un poco de sangre humana rebajada con el zumo de los mejores tomates de la región. “Exquisito”, casi gemían los comensales al probarlo. Pero, como todo ser humano, él siempre quería más y, por ello, su nuevo reto consistió en hacer un pastel gigante, el más grande jamás horneado. 
Fue así como comenzó a cazar clientes al por mayor a los que descuartizaba meticulosamente en el garaje de su casa. Ningún vecino se había quejado jamás… La mayoría de ellos eran clientes asiduos.

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